La solidaridad es mucho más que “sentirse bueno” o “sentirse mejor” por alguna acción puntual, se refiere a un aspecto esencial del ser auténtico, de ser uno mismo, de aceptar nuestra identidad y realidad donde ninguno de nosotros “es”, sino en la medida de nuestra relación de compromiso con los demás. Nadie puede ser -comprendido como identificarse a sí mismo frente a la existencia-, sin previamente haber adquirido la conciencia de lo único auténticamente propio que disponemos: nuestra libre voluntad y capacidad de amar, de darnos a otros seres por otros seres, de identificar e interpretar sus necesidades como propias, y atenderlos con la urgencia, perseverancia y la dedicación que otorgamos a las propias necesidades.
Mientras no comprendamos que sólo en el prójimo podemos ver el reflejo de nuestra verdadera identidad, jamás aprenderemos el sentido de la solidaridad, del compartir, o de la compasión; y así, mientras permanezcamos en este mundo, jamás será posible que comprendamos el maravilloso significado de la Voluntad de Dios y el prolífico sentido de la auténtica misericordia.
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